Donde se abrazan las almas
Un viaje hacia un mundo sin palabras donde el alma se entiende en colores.
Este pequeño cuento nace de mi propia fantasía de un mundo utópico. Un mundo donde la poesía no se escribe, se habita. ¿Qué pasaría si el lenguaje no existiera como lo conocemos, pero las almas se entendieran al rozarse? Esta es una exploración de la belleza que transmuta en poesía como lenguaje universal.
Existe un mundo donde los peces se desprenden de la carne y las escamas, se disuelven en sus branquias y solo quedan sus aletas volando por el cielo. Un cielo adornado por preciosos cristales colgantes de luna. En este mundo, las personas no buscan formas en las nubes —no existen—; buscan, entonces, las irregularidades en los cristales flotantes.
Cada día, la enorme esfera que alumbra el firmamento marca las horas con diferentes colores: por la mañana, cuando se despiertan los sapos ruiseñores, se tiñe todo de un resplandor cálido que refleja destellos rosados y dorados sobre las criaturas de la tierra. Cuando se acerca la hora de comer, todo se vuelve azulado mandarina madura; las flores flotan hacia el cielo y abren sus capullos. Algunas florecen. Otras perecen y sus pétalos adornan las caras de los niños que duermen la siesta. Por la tarde, cuando parten los trenes que navegan el mar hacia otras islas, penetra el brillo rubí amatista; es entonces cuando los gatos viajeros dejan sus maletas en los maleteros y se encienden un cigarrillo de manzanilla. Pero la noche es, sin duda, el tono más bello. Todo se ilumina por las luciérnagas farolillo que alumbran las calles. El ser se descubre fluorescente; el cuerpo se diluye, se vuelve translúcido. Todos se transforman en auras que vibran y ondean el sonido.
La noche es el tono en el que las almas descansan. El día no se mide en el tiempo, se mide según la paleta cromática; los sapos ruiseñores cantan a la rosada de oro. Las flores se elevan al azulado mandarina madura. Las almas despiertan cuando fluorece el vibrante sonido del aura; no hay noches en pupilas.
En esta tierra no existe el lenguaje tal y como lo conocemos. No penséis que los habitantes de este mundo no se comunican, o peor aún, que no mantienen conversaciones complejas. Las criaturas han aprendido a expresarse a través de la poesía del cuerpo: una madre le seca las lágrimas que ruedan por las mejillas del hijo; un árbol flota para recibir más claridad y cerrar sus raíces un ratito; las ratas persiguen al flautista cojo que también es bailarín; los amantes posan una mano sobre el pecho del otro —el amor aprende a escucharse— y cuando hacen el amor se acarician, conectan sus frentes y comparten su aliento. No necesitan decir “te amo”. No necesitan, siquiera, ponerle un nombre al acto de amar.
Si dos individuos no se entienden —o incluso si están a punto de llegar a una discrepancia— su enfado se materializa en una esfera de energía grisácea y se disuelve en el aire. Las almas se miran a los ojos. Se piden perdón. Se perdonan. En este mundo no hay cabida para el odio o el rencor; no necesitan darles un nombre a emociones con ausencia de matiz. No existen, porque, al fin de cuentas, se acaban deshaciendo en el aire.
Lo que supone para nosotros el concepto de una línea temporal que separa el presente del pasado, y el pasado del futuro, para ellos no es más que el reflejo de la luminosidad sobre su superficie. Todo existe, a la vez, en todas partes. Todos forman parte de la fuerza creadora. Todos son la energía que rebota sobre sus partículas. No existe un dios como tal. No necesitan buscar consuelo en la religión. Ellos no entienden la muerte como nosotros.
Como es el ciclo cromático el que dicta el pasar de un tiempo circular, no pueden sufrir el paso de los años por su cuerpo. (Entendedme, no hay otra palabra que pueda usar que no sea “tiempo” y, aunque no es del todo correcta, dado que ellos no lo entienden como nosotros, no existe interpretación posible para su concepto en nuestro lenguaje). Transmutan, no fallecen. Se transforman. Vuelven a la tierra al morir; se convierten en insectos, hongos, piedras.
Algunas almas tardan miles de años en volver a reencarnarse en conciencia, pero nunca pierden los recuerdos de sus vidas pasadas: cuando fueron árbol, el verde plateado bañó el río del que bebían, aprendieron sobre el movimiento del agua y su fluidez al estancarse; cuando fueron lágrima, se sorprendieron al darse de bruces contra el alivio de un bebé cogido en brazos, y se entregaron, pues, a lo efímero y lo etéreo; cuando fueron polvo, se dieron cuenta de que hasta lo más insignificante tiene movimiento, y, como pequeñas motas, se dejaron bailar en el aire.
Las almas aprenden —con el pasar de la gama cromática— que conforman un mismo organismo, un mismo ciclo, un todo universal. No existe la pérdida; no necesitan ponerle un nombre a lo que transmuta. Ellos no aprendieron a comunicarse con la voz; vivieron siempre de dentro hacia afuera. Como el oxígeno que se inhala, que purifica lo interno y exhala el dolor, se dejaron llevar siempre por sus emociones: volviéndose color, nunca se vieron en ausencia.
Existe un mundo donde las almas lloran y se comprenden al rozarse; donde la naturaleza se venera viva, donde las formas geométricas se vuelven curvas. Existe un mundo donde la poesía se entiende como un lenguaje universal.
Gracias por leerme,
vuelves color a mi poética.
Con amor,
—Laura Amor.
Que hermoso Laura!!! Me gusta pensar que en algún universo paralelo esto sí existe 🧚🏻
Qué preciosidad de escrito, Laura. 🥹
Me ha encantado tu manera de narrar, tan descriptiva. Me quedé con ganas de saber mucho más de estas hermosas criaturas que llevan el sentir en las venas y la poesía en los ojos. ✨🤍